Doctrina o Conocimiento

Tal vez no exista conocimiento que no esté basado en una doctrina y, tal vez, no sea posible avanzar en el conocimiento sin la existencia de una doctrina que le dé soporte; tal vez, no sea posible avanzar sin unas directrices, ajustadas o no a la realidad, que encaucen nuestros esfuerzos.

Hubo un tiempo en el que se pensó que todo estaba escrito en las estrellas, que el firma­mento nos lo diría todo sobre nuestro futuro. Poco importa que aquellos homínidos, supervivientes durante millones de años, estuvieran o no acertados en tal consideración; poco importa que su conocimiento de ese Universo fuese tan distinto a nuestro actual conocimiento del mismo o que tal conocimiento estuviera tan alejado de la realidad. Lo cierto fue que esa, su creencia de que el firmamento era el mapa de nuestro futuro, posibilitó el mayor avance de nuestra especie y propició el salto de homínidos a humanos.

No fue nuestra mayor capacidad craneal, ni el andar sobre dos patas, ni nuestra habilidad en la fabricación de utensilios; no fue ninguna de estas características, presentes en los homí­nidos durante varios millones de años, lo que nos alejó de una casi segura extinción y nos condujo al siglo XXI: Fue la intención de descubrir nuestro futuro en las estrellas. El creer que el futuro está en las estrellas nos proporcionó una nueva forma de estructurar nuestro conocimiento.

Nada diferencia al niño que cuando le indicamos algo con el dedo mira extrañado a nuestro dedo, del que mira en la dirección que indica ese dedo hasta localizar aquello que le intentamos mostrar; ninguno de ellos es más o menos inteligente y un único instante separa al uno del otro. Nada diferenció al homínido preocupado en que su descendencia aprendiera a reconocer aquello que le podría alimentar y donde encontrarlo, a tallar utensilios y usarlos, a reconocer situaciones de peligro y huir de ellas, del homínido que se propuso conocer los secretos del Universo. El uno adquiría conocimientos que le proporcionaban una utilidad inmediata; el otro, investigó, más allá de la utilidad inmediata, acontecimientos complejos que prometerían esa utilidad a siguientes generaciones. Se pasó del aprendizaje individual a la investigación colectiva.

La creencia de que las estrellas dibujan nuestro futuro nos obligó a abandonar la contem­plación del dedo y esforzarnos en localizar hacia donde apuntaba ese dedo. Se creó el concepto de doctrina y una nueva forma de aprendizaje más compleja. Dejamos de enseñar a nuestros descendientes donde estaba el dedo para indicarles en que dirección deberían avanzar, pasarles el testigo para que fuesen ellos o futuras generaciones las que descubrieran lo que indicaba ese dedo. Se marcaron un objetivo y se esforzaron en alcanzarlo.

Generación tras generación fueron recogiendo el testigo y avanzando hacia el objetivo marcado. Pasadas varias generaciones habrían olvidado el porqué el futuro estaba escrito en las estrellas y cómo se llegó a tales conclusiones: era un conocimiento aceptado por todos y avalado por las ventajas que tal conocimiento aportaba; se sabía cuando había que sembrar y cuando se podría recoger, cuando llovería y cuando el sol dominaría el cielo; cuando determinadas especies estaban en unos parajes y cuando en otros, cuando maduraban los frutos en sus árboles. Genera­ción tras generación se ampliarían estos conocimientos y los homínidos que se aprovecharon de estas ventajas dominaron el mundo. No se preocuparon, generación tras generación, de conocer el porqué y cómo en las estrellas estaba escrito el futuro; se preocuparon de almacenar más y más conocimientos; el solo hecho de que estos conocimientos se multiplicaran era suficiente aval de que se avanzaba por el camino correcto, y esa fue su fuerza: el no tener que distraerse en aprender algo que ya otros habían aprendido, aceptarlo como valido y avanzar en el mismo sentido para aumentar los conocimientos que generaciones anteriores les habían legado.

Así, la doctrina fue que en el cielo estaba escrito el futuro y el conocimiento fue el calen­dario. Confeccionaron el calendario y éste les proporcionó la ventaja de predecir muchos aconte­cimientos que les supuso una muy importante ventaja frente al resto de las especies. El que la doctrina fuese falsa poco importó, y de no haber sido por ella, tal vez nos habríamos extinguido tras haber llegado a un callejón evolutivo sin salida; pues muy probablemente, momentos antes de surgir la doctrina, las ventajas de nuestros conocimientos se estarían viendo contrarrestadas por las dificultades y recursos que consumía nuestro cada vez más elevado periodo de aprendizaje.

Nuestra forma de adquirir conocimiento poco difiere de aquella de nuestros antepasados, los últimos homínidos. Hoy más que nunca nadie puede poseer todo el conocimiento: nos basta con tener noticia del mismo y avanzar adquiriendo nuevo conocimiento. Seguimos, y es inevitable que así sea, aceptando gran parte de ese conocimiento, sin preocuparnos de razonarlo e intentar llegar a conclusiones a las que ya otros llegaron. Pero debería servirnos el recordar que aun hoy no se ha desterrado la idea de que en las estrellas está escrito el futuro y que en aquel tiempo, necesariamente, cuando la posibilidad de adquirir conocimiento mediante esa doctrina se agotó, la carga doctrinal aumentó su peso e imposibilitó que muchos esfuerzos se destinaran a abrir nuevas directrices y con ellas nuevos conocimientos; que llegaría un periodo de desconcierto en el que se pensase que en el cielo seguía estando nuestro futuro y que tal vez el futuro también estuviera en otros fenómenos físicos o que incluso, con nuestras propias actitudes y mediante determinados ritos, podríamos alterar ese futuro; que únicamente unos pocos desecharían la doctrina univer­salmente aceptada y se esforzarían en abrir nuevos caminos; que lo que ayer fue motor de cono­cimiento todavía hoy es doctrina, aunque hayan pasado miles de años sin que tal doctrina haya aportado nuevos conocimientos.

Hoy vivimos una época en la que se nos ha olvidado esto y nos deslumbra el espejismo de poseer todo el conocimiento; de estar a 20 minutos del conocimiento del origen del Universo, de estar a un paso de dominar el tiempo. Tal vez, el ser humano siempre se haya creído a veinte minutos de conocerlo todo sobre el Universo. Sea como fuere, hoy, la doctrina científica está ganando terreno al conocimiento científico y no faltan quienes afirman que: “Sobre aquello cientí­ficamente probado no cabe la opinión”; olvidando que una autopista, un avión, están científica­mente diseñados y construidos hasta que surgen los primeros accidentes que obligan a modificar el diseño para volver nuevamente a ser modelos de exactitud científica.

Esta ampulosidad me bastaría para decidirme a dudar de conceptos universalmente admitidos y suficientemente probados como nuestra actual concepción del Universo o el continuo espacio-tiempo; Pero no es un espíritu provocador, que si lo tengo, lo que me lleva a afirmar que son conceptos erróneos, sino mi convencimiento de que son realmente erróneos.

Si en la siguiente exposición huyo de condicionales y me afirmo con excesiva rotundidad en opiniones que parecerán descabelladas, es porque realmente estoy convencido de lo que expongo, lo que no quita que tenga infinidad de dudas que me reservo.

Es conocimiento, que la imagen que nos llega de las galaxias lejanas nos llega con una desviación al rojo, que observamos un universo isótropo y que esto lo confirma la uniformidad de la radiación de fondo. La teoría de que vivimos en un universo en expansión amparándose en estos datos es doctrina.

Sabemos que tenemos dificultades al observar partículas, objetos y sistemas que se mueven con respecto a nosotros; que los vemos con sus dimensiones alteradas y que determinadas ecuaciones corrigen estas diferencias (curiosamente estas ecuaciones están ligadas a la velocidad de la luz, la misma a la que nos llega la información). La creencia de que estas diferencias observadas corresponden a fenómenos físicos ciertos y que el movimiento produce una alteración en es espacio y en el tiempo: es doctrina.